domingo, 3 de mayo de 2009

En qué estrella estará

El día que murió Pepe yo estaba en Madrid haciendo una estúpida prueba para un trabajo imposible en un país arruinado pero demasiado orgulloso para reconocerlo abiertamente. Yo llevaba semanas preparando el examen de forma intensiva, asisitiendo a la escuela de idiomas, entrenando en la piscina a diario y chupándome más de 180 kilómetros de carretera para cumplir con mi horario laboral. Salir a las 3 del instituto pillar un tren hasta Madrid y levantarme al amanecer para demostrar a un tribunal, que estaba capacitada para ser profesora en norteamérica, dió al traste con mis energías en el segundo intento.
Pepe ya había sufrido un amago de infarto durante la semana santa que profetizaría su final. Pero yo no tuve noticia alguna de este suceso, quizás de haberlo sabido habría estado más preparada para su pérdida.
Mi madre, como tantas otras madres, cuida de que sus hijos no sufran más de lo estrictamente necesario. Ella consideró que nada resolvía llamándome aquella tarde para contárme lo de Pepe, pero alguien despistado telefoneó para preguntar la hora del entierro.
Yo lloré a Pepe en Madrid y cuando acudí a su homenaje en Vélez. El primer llanto fué de rabia, de coraje. Yo quería haber hecho tantas cosas con él, quería haber aprendido tanto, quería haberlo escuchado tanto, tanto, tanto que por fin llegara ese día en el que ahogada en su voz inflamada se me adormeciera ese ejército de mariposas que él levantaba en mí cuando cantaba. Lloré al Pepe artista.
En el homenaje mi llanto brotó silenciosamente cuando lo recordamos, cuando ví a su viuda y sus hijos, cuando me contaron sus últimos días, cuando sus amigos le dedicaron palabras y cantes, cuando vi las caras de toda una vida, cuando despedimos al Pepe más humano. Entonces lloré de pena.