martes, 30 de septiembre de 2008

Enferiados



La feria de mi pueblo no es ni más ni menos que ninguna otra. Digamos que no tiene nada especialmente destacable más allá del hecho en sí, de que es la de mi pueblo, la de mi gente y la que vivo con más intensidad. He aprendido a sacar lo mejor de ella cada año y en cada edad, y ella puede presumir de que nunca me ha decepcionado.
Año tras año aparece sin grandes expectativas al final de la esquina del verano y se marcha en pocos días dejándonos a todos con la satisfación de saber que lo hemos dado todo, y con la tranquilidad de que podemos empezar el curso con los deberes bien hecho, y sin ninguna asignatura pendiente.
Son muchas las ferias ya vividas y las experiencias acumuladas, y puedo afirmar con toda seguridad que de pocas fiestas conservo tantas fotos como de esta. Creo que podría montar una exposición de mi vida únicamente con fotos de la feria. De pequeña montada en el caballo este de cartón piedra vestida de gitana con mi hermano cabreado; de los primeros años de adolescente con los aparatos, el pelo lacio pacio y los primeros ligues-amigos; de universitaria con la gente más inesperada y con la mirada entornada; y actuales con los amigos de siempre y los de ahora, porque eso es lo que tiene esta feria, que te devuelve a la gente que hace años que no ves y con la que celebras a tope reencontrarte.



Y con el tiempo llegan las costumbres y los hábitos que no pueden faltar en ninguna feria: los millones de Migueles (si no que lo confirme PEPE) con los que celebramos su santo, la lluvia nada más poner los farolillos, la puerta del gloria bendita, el día corrido con la noche, y el cumpleaños de mi ahijada Marta que fue a nacer en plena feria para joderle la juerga a sus padrinos que no pueden faltar a la fiessssta con medias lunas, piñata y tarta.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Un nuevo curso al volante

Cada 15 de septiembre empieza un nuevo curso. Los institutos se llenan de estudiantes veteranos y nuevos, de docentes antiguos y recien llegados, de carreras por los pasillos, de balones en el patio, de olores hormonales y de motos rugientes a la salida.
Siempre me ha gustado empezar el curso, cuando era estudiante y ahora que soy profesora. Después de tanto descanso y despreocupación, me encanta volver a tener responsabilidades, casi que lo necesito; y vuelvo a ello siempre con ilusión. Cada otoño regreso al instituto deseando reencontrarme con alumnos y compañeros, pero sobre todo deseando conocer lo nuevo, ya sean compañeros, alumnos, materiales o como no el horario.
El horario en la vida de un profesor de secundaria, lo es todo absolutamente. De él depende su rendimiento, su tiempo libre, sus actividades extraordinarias, sus horas de sueño, y en mi caso, las horas de coche. Un bueno horario te asegura siempre un buen curso y conseguirlo no es tarea fácil, porque todos aspiramos a lo mismo: no entrar demasiado temprano, pero terminar pronto el viernes, no tener muchas clases en un mismo día,pero tampoco pocas, no tener huecos, pero sí guardia de biblioteca, no tener cursos malos y mucho menos a última hora... pejigueras, pequeñas pejigueras que en principio no parecen importar, pero que con la experiencia y el tiempo llegas a comprobar que te pueden hacer la vida bastante más fácil.
Yo además tengo el handicap del coche, soy víctima de la psicosis del docente conductor, que es aquel profesor que pasa más horas al volante que delante de una clase. Los que padecemos esta neura sólo nos preocupamos de que nuestro horario evite los atascos, y la falta de luz solar, lo que es prácticamente imposible en la mayoría de casos. Además nos encontramos incapacitados para permanecer en el centro más tiempo del estrictamente necesario, porque cinco minutos en nuestra vida de conductores nos puede suponer cuarenta minutos más de camino. No vemos nunca el momento de tomarnos una caña, porque hay que regresar, no vemos nunca la oportunidad de apuntarnos a un gurpo de trabajo, porque por la tarde se hace pronto de noche, y no nos realajamos jamás hasta que llega junio y dejamos de sufrir la pesadilla de la carretera.



Me consta que somos muchísimos los que nos tenemos que enfrentar a diario con horas de camino hasta llegar a nuestro puesto de trabajo, y me consta que delegación podría hacerlo bastante mejor para evitar que la gente de Álora trabaje en almería y la de allí en Málaga capital.
Yo no tengo miedo a los alumnos, y ellos desde luego no son los que me quitan el sueño. Me lo quita el dolor que se me mete en la pierna por desembragar durante más de veinte minutos, el picor de ojos de tener la vista fija,la pérdida de tiempo que me supone desplazarme a diario hasta mi puesto de trabajo y la solución que todos me podrían dar: irme a Álora a vivir.